Viernes. 14. septiembre. 2007. viernes. 12.59 dice el reloj en la pantalla. En mi muñeca 13.03. A las claras, hablan de mi desincronización. Hace ya 5 días que llueve y que no puedo digerir absolutamente nada sólido. El automóvil que me traslada desde hace 7 años, ayer (ayer: 13, no podía ser ni 14 ni 12, sino 13…) mientras sus ruedas traseras comenzaron a temblar más y más y más, dijo: suficiente, querida. Pues heme aquí atravesada por la luz gris del cielo, inmovilizada, a excepción de saber que aún cuento con mis pies y mi cabeza.
Y sí. Dijo basta. Suficiente. Harto. Será que para mí el auto es tan sólo un medio de transporte. Ahora lo pienso y recuerdo que hace más de 2 años, el tanque de gas circula con él graciosa y ociosamente. Resultó ser trucho. Como tantas otras cosas de éste, mi querido país; yo, ¡argentina hasta la muerte! También vienen a mí las imágenes de botellitas, latitas, tickets del peaje, papelitos de caramelochupetínchicle que, a quienes amorosamente nos traslada, le dejamos día tras día como recuerdos. Lo hacemos porque lo queremos y para que no pase la noche afuera, tan solo. Una justificación poco legítima. Pero, dado que mis contribuciones en estos últimos 5 días han mermado considerablemente, disculpable.
Entonces escucho, a lo lejos, la voz impetuosa que me empuja “Tu auto es un asco. ¿Por qué no lo llevás a lavar?” Y, sí. Soy una incomprendida. El auto es para que me lleve y me traiga. No para andar con derroches de tiempo llevándolo a la peluquería. Para eso estoy yo. Para que alguien se tome aproximadamente 55 minutos alisándome el pelo y que en 5 la lluvia haga de las suyas devolviéndole su genético aspecto rizado. A este infortunio hay que yuxtaponer a la amiga cómplice que, como al pasar, envía un mensaje de texto diciendo “despeinada”, (nada puede hacer el pobre palito ortega más que empalagarnos con su… su… ay … no encuentro palabras para adjetivar su música… qué dilema; su canto no consuela). Y escuchar comentarios de mujeres que, como si nada, te miran lastimosamente y verbalizan: Ayer, el pelo lo tenías mejor… qué te pasó? Nada, boluda. La lluvia. O no te diste cuenta (esto sólo lo pienso... no es correcto acusar el impacto; mejor hacerse la que no pasó nada… o sí?) La lluvia arruinó mi pelo mas no lavó mi auto.
Bueh… me fui por las ramas de mi pelo, con quien hace 41 años que no convivimos felizmente. Sólo nos “toleramos”. Y mejor no hablar de ciertos pelos que un buen día dicen: ¡aquí estamos!! (Llegó la vejez.) Y, ¡zac!: la tintura. Hablando de tintura, recuerdo que mi pobre auto también necesita “chapa y pintura”. La insensatez de la avenida del Libertador tiene cosas que a las mujeres nos perturban: muchos hombres apurados manejando sus autos como si fueran a algún lugar. (Apurados por qué? Para qué??? Adónde se dirigen atrapados en sus trajes, ahorcándose con corbatas?) Y, nuevamente la incomprensión: ¡no pueden esperar a que una se termine de poner rimel cuando el semáforo ya está en verde? Qué los atosigará tanto…y crash… el guardabarros delantero izquierdo voló junto al espejito retrovisor al paso de una 4x4 negra que se hartó de la espera. ¿La culpa? Y… la tienen ustedes, los hombres. Que nos quieren lindas… esperándolos cual geishas para introducirnos. No, señores. Yo no tengo la culpa. DE NADA!!! Tampoco de mi propia desesperación.
Nuevamente aquella voz, su voz, empujando mi existencia: Cómo te chocaron? Te arreglé todo el auto hace 2 meses. Dos dos dos dos dos dos dos dos. El dos retumba. Me lesiona el semblante, el dos. Mejor ni le cuento que al levantavidrios también se le ocurrió romperse. Y, que hace semanas, ya no sé cuántas, el viento helado no quema mi terrena materia, gracias a la solidaridad indispensable de una goma de borrar (dibujito de winnie the pooh incluido), que sostiene el vidrio prodigiosamente.
La cuestión es que desde ayer, 13, fatídico jueves 13, el auto, ese auto sucio, mi auto, no me quiere llevar ni traer. Desde acá arriba, en un mundo que supe crearme, lo miro con fastidio… Pero acá, arriba, me abstraigo por instantes y disfruto eterna mi presente. Ahondándome en mis libros, en una canción que suena en mis auriculares a movimiento, a andar… En cientos de papeles, papelitos; blocks de hojas pequeñas, medianas y enormes donde mis lápices garabatearon palabras. En letras de canciones, letras que me escriben o que escribo. Me escoltan innumerables versiones de bocetos, textos a pulir, frases sin sentido. Un destornillador (me pregunto por qué tendré un destornillador aquí a mi derecha…) Reglas, muchas reglas. De metal, de plástico, rectangulares, triangulares y, si las hubiera, redondas. Lápices hb, b, 2b, hasta llegar al 6b; portaminas 0.5, 0.7, marcadores al agua e indelebles, lapiceras, biromes (con los más inverosímiles isologotipos que les hiciera estampar). Y dos compañeros infaltables: el cutter y la cinta bifaz. Cajas, cajotas y cajitas; de madera, de cartón, de acrílico, forradas y sin forrar. Todas ellas con una delicadísima función: hacer que pierda la cordura tratando de encontrar algo. La tijera del costurero, la tijerita con puntas redondeadas de mi hija y otras tijeras más. El celular que no suena. El inalámbrico, que tampoco suena. Un cenicero repleto de cenizas que me pide por favor, descansa alegremente con la compañía de un jarro de café ya frío. Un calendario está clavado en el mes de marzo, como queriendo apaciguar el tiempo. Allí, impreso, flota Fontanarrosa: “Se puede hacer una armadura de papel. Pero no te pelees.” La ventana que transpira lluvia, donde me reflejo y me encuentro con mi pelo. La modesta biblioteca que supe armar con mis propias manos; la que luego pinté, lijé y barnicé meticulosamente con todo mi amor, hasta que mis manos gritaron su dolor. También el escritorio inglés, solemne cedro que fuera de mi abuelo, papá Carlitos, el Dr. Carlos Alberto Enrique Sáenz Castex, Capitán de Navío, Médico. Lo salvé en 1980 de perderse en un remate de Guerrico & Williams sobre la calle Posadas. Entró justo debajo de la lucarna que, sobresaliendo del techo, mira al oeste desafiando la orientación, penetrando lo impenetrable. Otro hecho que confirma que no hay casualidades. Tengo que encolarle una pata. Juntos, el escritorio y yo, queremos peinar el cielo. Aquí sobre él, mi alma vuela hacia mí misma. Los recuerdos eligen mi soledad bailando suave. Junto a las ausencias que tan sólo el escritorio puede revivir en estos días, amo mi tiempo. Aquí despierto mi vida. Y duerme la cotidianeidad, hasta que nuevamente mis ojos se encuentran con su presencia: mi auto azul.
No voy a someterme a hacer una autocrítica… jamás! Su obligación es esa. Llevarme y traerme. Traerme y llevarme. Punto. Yo adentro. El por fuera de mí. (Esto es un contrasentido propio de su naturaleza). ¿Cuánto hace que no le cambio el aceite? ¿Más de 6 meses? Pobre… 264.000 kilómetros de andanzas. ¡FUERA!, autocrítica. Esas cosas son para los hombres. Ni hablar de la correa de distribución. ¿Será que el auto les agranda la existencia? Lo miran y miran… lo lavan… lo cuidan… lo quieren… lo llevan, ellos llevan al auto… (se figuran que manejan, je.) Tal vez si comprendiera porqué los autos son algo tan importante en la vida de los mortales masculinos, no estaría aquí arriba, sentada, mirándolo, pensando que el lunes tendré que, finalmente, tomar impulso, dirigirme al taller mecánico, escuchar términos incomprensibles, rogar que no me metan el perro, para luego relajarme y tomar un remís al centro. Que, por supuesto, habrá de llevarme a destino. Mi único objetivo con un auto. Y con mi pelo.