martes, 5 de febrero de 2013

dulce de leche


El hombre leyó el sms una hora después de haberlo recibido de la línea cuyos últimos tres números recordó y añoró que su memoria no le estuviera haciendo una mala jugada; sólo decía “Hola...”

Corrió a verificar en la letra A de su agenda si el número era ése y contestó: “hola dulce de lecheeeeee”. 

-       Tengo canas. Estoy flaco, más viejo.
-       Estoy más gorda que cuando nos dimos un abrazo debajo del monumento a la bandera en Rosario.
-       Dos abrazos, corrigió él.

Hablaron como si lo hubieran hecho ayer, antes de ayer, el día previo a antes de ayer y así todos los días desde la última vez que se vieron; la diferencia fue la duración de la llamada. El encuentro quedó programado para el día siguiente.

Ella disfrutó mirar cómo el perro callejero escarbó la tierra para acomodar su calor en la estación de tren que tenían en frente.  Volvió a él; recordó los ojos verdes y continuó como siempre que sufría un ataque de nervios o de vergüenza, hablando sin parar. Soltó alguna lágrima cuando le narró sobre su viudez no buscando que él la tomase de la mano, gesto que rechazó.  Y esquivó el verde buscando al perro que ya no encontró en la vereda de enfrente. 

-       Tengo que llevar empanadas a mis pequeños buitres, ¿me acompañás?, soltó la pregunta descontando el sí y siguió: me llevás a casa, se las dejo y nos venimos de nuevo al pueblo a almorzar. 

Sentada en el asiento del acompañante y ya con las famosas “empanadas de la 2001” sobre la falda -que sabía serían la coima perfecta para que su hijo mayor se zambullera en ellas y no hiciera preguntas que ese día prefería no contestar- revivió los tantos viajes juntos y sintió que había perdido veinte años.

-       Anoche entresoñé que me llevabas de viaje y me librabas de todo esto.
-       ¿Adónde? ¡Vamos!, mirándola.
-       Sólo soñaba, le dijo clavando la vista en esos ojos verdes que se le hacían más dulces.

El manejó la camioneta negra hasta el restaurante del club social y deportivo del pueblo. En el trayecto le fue mostrando las adquisiciones que había hecho en estos últimos años: dos pares de anteojos que usaba de acuerdo a la necesidad; las lentes de contacto para ver de lejos; se levantó la manga de la remera para mostrarle que había perdido bastante de los músculos que solía tener en sus hombros; le señaló sus canas; y dijo “pero moderno” mostrándole sus dos BB.  Ya en el lugar pidieron cerveza, pollo a la parrilla y unas papas fritas pero el plato del que más comieron fue el de los recuerdos que cada uno le sirvió al otro.


-       Sos la misma. No cambiaste. Nada... -le dijo mientras ella jugaba con el pelo comprendiendo que se refería a su forma de ser y no a las marcas que el tiempo puso en su cuerpo de 46 años para recibir atónita el vómito de carcajadas que luego de un lapso que se le hizo largo, él  supo contener -un poco- para empezar a relatar aquel llamado por teléfono. –Cuando levanté el auricular supe que ese llanto era tuyo
-       Qué raro, desafió ella sonriendo.
-       Ni bien te dije hola, escuché: perdonáme, perdonáme. Entre el llanto y los suspiros, perdonáme, perdón, perdonáme.  Y ahí nomás te pregunté “¿me gorriaste?” Síííí, escuché la i alargándose eterna. Y escuché más llanto. Pero lo peor, es que seguí escuchando: ¡que te habías fumado un porro; que no habías podido aguantar y te habías acostado con tu amigo! ¡Que me extrañabas tanto que no pudiste aguantar! No pudiste aguantar! Y yo no colgué, te seguí escuchando hasta calmarte. ¿Será por eso que te amé y te sigo amando?.

Ella no recordó esa llamada; sí todo el resto. Se rió, tomó la copa de cerveza vacía esperando que él le sirviera pero seguía riéndose a carcajadas así que agarró por sí la botella cosa de tener a mano algún líquido que refrescara el rojo que subía por sus mejillas.

Sentados a la mesa de fórmica uno en frente al otro recorrieron sin moverse la ruta a las varillas con sus yararás; un pantalón jardinero rojo que cada vez que quiero vaciar un poco el placard resiste a que lo tire a la basura; el curso de manejo intensivo sobre ripio en el tramo La Tordilla-Córdoba en el que le dio el Renault 18 rosa porque el camino era bien ancho; la espera en la fábrica en Las Parejas; la piecita en el hotel de Los Surgentes que dejaba sin llave para que él entrara a la madrugada; los saltos para escapar por la ventana; un Renault 4 sin piso.

-       Tengo dos autos de colección; un Fiat 600 bombachero del 63 y un Torino 4 puertas del ´72.
-       ¿Seguís corriendo la fórmula Renault?
-       Sí, pero este es mi último año; te saco pasaje a Córdoba y te venís a verme cuando corro en Alta Gracia.
-       Dale.
-       Sabés, ayer cuando cortamos ya bien entrada la noche me fui al negocio. Saqué todas tus cartas; las releí una por una. A todas las firmaste “Yo”.
-       La única, sonrió.
-       A esa hora, por no encender la luz, abrí de memoria el motor del auto de carrera viejo que tengo tirado en el galpón; tenía todas tus cartas y la foto en la que tenés puestos los jardineros rojos guardadas adentro del filtro de aire.

Ella sólo pudo mirar hacia arriba sorprendida de que ese pedazo de historia siguiera vivo. Al bajar los ojos, se cruzó con los verdes, besó los labios y cuando descendió de la camioneta le dijo:

-       Llamáme, Dulce de leche

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